sábado, 12 de julio de 2008

Sin saber...

Todas las madrugadas salgo a dar un paseo por ahí, por las calles cuando no hay gente, no hay autos circulando, cuando el tiempo parece no existir más que en mi frenética mente. Es en esos momentos cuando por mi cabezota cruzan las más extrañas cavilaciones; muchas de ellas que ni siquiera he podido lograr expresármelas a mí misma en palabras.

A veces me da miedo pensar que lo pienso, más allá de ser un pensamiento inmaterial, puede lograr convertirse en algo palpable, como si creyese que mis palabras se convirtieran en una trampa mortal curiosamente preparada por mí. Quizá sea por ello que a veces me da miedo hablar y permanezco callada, simplemente observado y tratando de buscar momentos apoteósicos que me muestren la verdad, la tan relativa verdad sobre todo, absolutamente todo.

Así es, me dan miedo las palabras que salen de mi boca. Más miedo incluso que el sabor del pollo cocido, pero no tanto como los hospitales. Temo no expresar exactamente lo que mi alma siente; que pequeñas ideas queden vagando en el olvido y que sean esas pequeñas ideas el soporte de mi esencia.

Y sin embargo aquí estoy escribiendo, tecleando como loca. Creyendo que así pueda liberar los demonios que llenan de deletéreos matices mis ideas. Escuchando a Bauhaus cantar una canción que me trae recuerdos bizarros de cuando aún no firmaba el contrato con Don Coco, de cuando decidí darme por vencida y que no lo logré; cuando ganó la batalla esa otra cosa que no es la razón. Pero es que la razón ya estaba cansada de tener la razón. Y me alegra que no la haya tenido, porque si la hubiese tenido, estos últimos 232 días de mi vida no hubiesen sido tan perfectos en sí mismos; contando necesariamente esos pequeños momentos de no alegría que, en sí mismos, no dejaron de ser perfectos sólo por dejar lágrimas en vez de sonrisas. Toda la amalgama que forma mi existir.
Pero qué importa, tarde o temprano volveré a ser gato y me lameré por días enteros, ronronearé mientras camino ondeando mi peluda cola, pisando con mis gomitas rosas de los patas; me afilaré las uñas en el sillón y daré vueltas hasta quedarme dormida durante 16 horas para después salir a dar un paseo por ahí, por las calles cuando no hay gente, no hay autos circulando, cuando el tiempo parece no existir mas que en mi frenética mente...

miércoles, 9 de julio de 2008

Oda al cocodrilo

Así fue la noche de las noches que he pasado pensando. Pensando y oliendo a café. Y sólo resolví que odio el pollo. Porque lo demás es irresoluble. Porque no tengo voluntad para actuar. Porque tengo comezón en los ojos. Porque un cocodrilito se murió, es el tercero que perece ante las inclemencias de la vida y ahora sólo queda uno. Un cocodrilito.Y después no hay más. Nada más.

Empezó a llover y me dije: "Me lleva el diablo". Me mojaba, pero seguí caminando. Veía cómo mi piel se escurría a la par del agua hasta que formé un charco con mi cuerpo. Ya no sabía si eso era bilis, aquello orina o lágrimas. Era como si me hubiesen metido a la licuadora en la velocidad 6.
Después de un rato empecé a bailar. Un dos tres. Un dos tres. Giro. Un dos tres. Un dos tres. Giro. Un dos. Un dos. Reverencia. Y me cansé.

Volví a mi estado corpóreo natural. Recuperé mi ánimo taciturno. Mis penas vanas de occidente. Mi amor apasionado por un chico de cabellos rizados. Ronroneé hasta el amanecer, cuando las estrellas se hubieron ocultado detrás de las nubes y los gallos empezaron a croar.
Comí aceitunas con yogurth de durazno y jocoque, lo que me causó agruras toda la tarde. Cuando de nuevo cayó la noche, me convertí en aire. Vagué por el mundo en unas horas y regresé. Entré por su ventana. Le acaricié; le besé; me colé en su respiración y desde entonces habito en sus pulmones. Dentro de él aunque no se dé cuenta.

martes, 1 de julio de 2008

Tengo un pelo de gato en la garganta

No me deja respirar. No me deja hablar. No me deja existir. Es como un pelo de gato en mi garganta: fastidioso, entrometido, desesperante hasta el hartazgo.
No sé en qué momento se atrevió a introducirse en mí, pero lo odio por eso. Me odio a mí por ser tan egoísta, por sentirme tan fuera de mí...
¿Cómo se saca un pelo de gato de la garganta de un ser pusilánime? Con pinzas gruesas y con mango de plástico para evitar cortos circuitos en las neuronas alteradas y psicóticas. Otra opción es cortar completamente la garganta y quitarla sin anestesia; duele muchísimo. Y una última es aprender a vivir con ese molesto pelo de gato en la garganta, aunque habrá ocasiones en que no se pueda ignorar su presencia y será cada vez más fastidioso.
Ya veo. Creo que la segunda opción es la más eficaz. Pero no puedo renunciar a él, es decir a ella, a mi garganta. No lo haría. Me ha costado trabajo tenerla y sobre todo después de aquella faringitis que le hizo perder el cabello. La última opción no la tolero, no quiero soportarle toda mi vida o todo el tiempo que mi garganta dure, si no es que se acaba por tener ese pelo de gato entrometido. Entonces debo encontrar unas pinzas. En la ferretera, en mi cabeza. Todo sea por sacar ese estúpido pelo de gato de mi garganta. Estúpido y mil veces estúpido.
Y no sé en qué momento se atrevió a introducirse en mí. Ojalá se metiera un pelo de gato en su garganta para que sienta lo que siento yo, aunque sea un poco de lo que siento yo. Que se le atore un frijol en la nariz. Que las plumas de un pollo le hagan cosquillas en las plantas de los pies. Que un niño le pida un dulce. Que use mis zapatos roidos por las ratas, sudados y sucios, grandes y rojos; rojos como esa ira que enciede mi piel, la torna roja y despide lágrimas a granel para extinguir el calor que la agobia. Que tome té; té de azahares, té de tila, té de limón, té de gordolobo. Que tome pastillas que asesinen su líbido, pastillas enormes y anaranjadas. Que haga lo que sea pero que sienta como yo, que ame como yo, que sufra como yo.