martes, 24 de junio de 2008

Describiente

En ocasiones la observo. Detrás de sus lentes de grueso armazón negro, que caen a la mitad de su pequeña nariz, hay una mirada melancólica y pesarosa desde hace tiempo. Su tristeza la enmarca su cabello negro que cae hasta sus hombros dándole un aspecto tétrico. El tono de su piel es tan amarillo como el de una hoja vieja que ha sobrevivido por años dentro de un libro. Sus labios, también pequeños, siempre cerrados; guardando dentro de sí el dolor que la embarga y del que parece no estar dispuesta a deshacerse.

Viste de negro. Usa mangas largas para proteger esa amarilla piel de los nocivos rayos solares. Su andar taciturno y apagado contrasta notablemente con su imagen de luto. Parece no importarle que la gente cuchichee a sus espaldas, ya debe estar acostumbrada.

Tiene manos delicadas con largos dedos: violinista tenía que ser. Su esencia de artista la convierte en un ser sumamente pasional. De vez en cuando interpreta una pieza de Paganini. Comienza cerrando los ojos. Después toma el arco con su mano derecha, con el brazo izquierdo abraza su violín que a la vez descansa en su hombro. Poco a poco va rozando las cuerdas con cuidado; las acaricia suavemente, reconoce su textura; es un ritual místico que le permite desbocar sus deseos a través de la música, a través de sonidos que transportan la emoción de sus adentros hacia el exterior. Llega el momento en el que la ataca un estado de frenesí, se funde con su instrumento y logra hablar a través de él. Sufre espasmos, su rostro se descompone en gestos inexpresables, su cuerpo se contorsiona, la música que interpreta es desgarradora, eriza la piel y de pronto… sufre un colapso. Vuelve a respirar. Las notas de su música se atenúan en un largo suspiro. Ahora descansa: su cuerpo se despide de la tensión. Baja su arco a la par que abre los ojos. Le consterna que la gente le observe, le aplauda, le felicite. Ella se asusta como felino, se encrespa y prepara su huida. Guarda con esmero su único medio de liberación y sin decir una palabra se va.

Camina lentamente buscando las sombras de la acera. Ansía la noche: fría, silenciosa, sin luz, pero dotada de hermosura tal cual ella.

¿Qué cosa la ha orillado a este oscurantismo?: ¿Una madre dominante, cegada por sus muy arraigados cánones católicos? ¿Una sociedad intolerante que le ha dado la espalda? ¿Una vida sin sentido y plagada de mentiras? No, nada de eso. La razón de su oscurantismo es el amor. El único amor que ha experimentado en su vida. Un amor que ha lacerado su corazón, que ha magullado su orgullo, que ha pisoteado sus sentimientos. Un amor que aún le duele. Ese maldito amor que le llena la mente de ideas psicóticas, de odio, de impotencia; que le provoca la inmensa necesidad de descargar su ira violentamente en contra de cualquier mente hueca. Sin embargo, todo eso se lo traga e incuba dentro de sí a un demonio que podría devorarle las entrañas al menor descuido.

Desquicio

Y esta maldita inestabilidad que me desquicia no se acaba. No sé cuánto más pueda soportar: ni siquiera mi cuerpo lo soporta más. Es cansancio, frustración, fastidio…

¿No piensan hacer nada? Parece que esperan a que mi alma quede moribunda en el suelo, desecha y pisoteada. De donde sea que pueda tengo que seguir sacando fuerzas, hacer como que no pasa nada, como que todo está bien, soportar y soportar aún más. No puedo llegar y decirles qué es lo que están haciendo mal. No puedo llegar y reclamarles nada. No puedo hacer mucho. No puedo hacer nada.

Mi mente está agobiada, mi cuerpo cansado. Tengo hambre…
¿Y si pronto enloquezco? Comeré plástico. Tragaré alambres. Beberé sangre. Estoy desquiciada. Embravecida. Pero tengo hambre. Mucha hambre. ¿Loca? No, sólo hambrienta.
Acércate minino. Chito, chito, chito. Ven, no temas. Chito, chito, chito. Acércate gatito.
¡Qué miedo! Creo que después de todo sí estoy enloqueciendo. Mi cerebro necesita energía. Está desgastado. Tiene muchas cosas en qué pensar y poco con qué hacerlo.
¡Sólo tengo hambre maldita sea! Y además estoy aburrida. Además estoy cansada de esperar a que me bese. Cansada de estar esperándole. Cansada y aburrida de sentirme su reserva. ¿Qué le pasa? ¿Por qué me trata así? Maldito estómago, mis tripas se comienzan a comer unas a otras. Y mi mente enloquece poco a poco. ¿Ahora estoy loca? No lo sé: repite una mentira mil veces y se convertirá en verdad. Entonces lo amo. No, AÚN no le amo, aunque sé que lo haré. Le necesito. No, tampoco le necesito. Lo deseo. Sí, puede que sí lo desee. Deseo tanto sentirme en sus brazos, sentir sus labios, sentir su piel, sus fuertes brazos rodeando mi cintura, sus dientes sobre mi boca, sus manos en mi espalda, su pecho sobre el mío, su aliento en mi piel, su calor protegiéndome, su voz hablándome al oído. Lo deseo. Quiero encajar mis uñas en su espalda; morder su oreja, morder su boca, morderlo todo. ¿Salvaje? Son mis impulsos ninfomaníacos.
Y aún tengo hambre. Me pesa el cuerpo. No tengo energías. ¿Desfallezco? No, sólo enloquezco en una olla gigante de caldo de pollo. Sólo enloquezco con el pollo. Pollo. ¡Vaya asco! Ven gatito. Chito, chito, chito. Ven… Lárgate, pues, desgraciado. No me haces falta. No necesito divertirme con tus patitas peludas y con garras. Ni ver tus pequeños colmillitos mordiendo el cordón de mis zapatos. Asqueroso pollo. Y la comida…aquí no se hizo…