En ocasiones la observo. Detrás de sus lentes de grueso armazón negro, que caen a la mitad de su pequeña nariz, hay una mirada melancólica y pesarosa desde hace tiempo. Su tristeza la enmarca su cabello negro que cae hasta sus hombros dándole un aspecto tétrico. El tono de su piel es tan amarillo como el de una hoja vieja que ha sobrevivido por años dentro de un libro. Sus labios, también pequeños, siempre cerrados; guardando dentro de sí el dolor que la embarga y del que parece no estar dispuesta a deshacerse.
Viste de negro. Usa mangas largas para proteger esa amarilla piel de los nocivos rayos solares. Su andar taciturno y apagado contrasta notablemente con su imagen de luto. Parece no importarle que la gente cuchichee a sus espaldas, ya debe estar acostumbrada.
Tiene manos delicadas con largos dedos: violinista tenía que ser. Su esencia de artista la convierte en un ser sumamente pasional. De vez en cuando interpreta una pieza de Paganini. Comienza cerrando los ojos. Después toma el arco con su mano derecha, con el brazo izquierdo abraza su violín que a la vez descansa en su hombro. Poco a poco va rozando las cuerdas con cuidado; las acaricia suavemente, reconoce su textura; es un ritual místico que le permite desbocar sus deseos a través de la música, a través de sonidos que transportan la emoción de sus adentros hacia el exterior. Llega el momento en el que la ataca un estado de frenesí, se funde con su instrumento y logra hablar a través de él. Sufre espasmos, su rostro se descompone en gestos inexpresables, su cuerpo se contorsiona, la música que interpreta es desgarradora, eriza la piel y de pronto… sufre un colapso. Vuelve a respirar. Las notas de su música se atenúan en un largo suspiro. Ahora descansa: su cuerpo se despide de la tensión. Baja su arco a la par que abre los ojos. Le consterna que la gente le observe, le aplauda, le felicite. Ella se asusta como felino, se encrespa y prepara su huida. Guarda con esmero su único medio de liberación y sin decir una palabra se va.
Camina lentamente buscando las sombras de la acera. Ansía la noche: fría, silenciosa, sin luz, pero dotada de hermosura tal cual ella.
¿Qué cosa la ha orillado a este oscurantismo?: ¿Una madre dominante, cegada por sus muy arraigados cánones católicos? ¿Una sociedad intolerante que le ha dado la espalda? ¿Una vida sin sentido y plagada de mentiras? No, nada de eso. La razón de su oscurantismo es el amor. El único amor que ha experimentado en su vida. Un amor que ha lacerado su corazón, que ha magullado su orgullo, que ha pisoteado sus sentimientos. Un amor que aún le duele. Ese maldito amor que le llena la mente de ideas psicóticas, de odio, de impotencia; que le provoca la inmensa necesidad de descargar su ira violentamente en contra de cualquier mente hueca. Sin embargo, todo eso se lo traga e incuba dentro de sí a un demonio que podría devorarle las entrañas al menor descuido.